El demonio de Laplace by Antonio Guisado

El demonio de Laplace by Antonio Guisado

autor:Antonio Guisado [Guisado, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2024-05-24T00:00:00+00:00


32

—No sé si el malnacido de Salvador Palma quiso anunciarnos con las muertes el nombre de un demonio de otros tiempos o el de mi propia hija, pero estoy seguro de que no pretendía continuar hasta completar «Albacete». —Conseguí conformar la primera sonrisa tras la cena, una sonrisa que parecía prestada de otra cara—. Tan seguro como lo estoy de lo que vi en la plaza. Ayer le dije que después de ver rodar la cabeza de mi hija a mis pies no recordaba nada más. Eso no es del todo cierto, como lo es que ayer no sabía qué clase de hombre era usted. Sigo sin saberlo, pero la duda me permite al menos contarle lo que voy a contarle.

—Se lo agradezco —se adelantó Marcos, que sin duda entonces aún no veía venir lo que le revelaría, y la cordura todavía se sentaba a la mesa entre nosotros como una invitada más, sin recelos ni sospechas.

Al menos, no más de las que se esperaban de un padre que había perdido a una hija decapitada.

No le había mentido del todo. La verdad es que no recuerdo casi nada, y gran parte de lo que sé me lo contaron amigos y colegas del pasado cuando conseguí reconciliarme con la cordura lo suficiente como para seguir vagando en este mundo sin alimentar el daño que me había tocado sufrir. Digamos que conseguí circunscribirlo a mi persona. Pero ¿a quién importa eso?

—Le contaré antes lo que me contaron: no fue difícil seguir mi huella. Cuando una niña desaparece, las alarmas se disparan al instante. Como hija de policía, el Cuerpo se volcó en la búsqueda, y el revuelo que provoca una cabeza decapitada en la plaza Mayor a plena luz del día es… Puede usted imaginar. Cuando los compañeros llegaron al lugar, el asesino los esperaba de rodillas, las manos en alto. La gente que había retrocedido en desbandada se agolpaba tras los arcos de la plaza, como hienas que huelen la presa, pero temen a los leones que la devoran. La plaza quedó desierta, a excepción de… de él y yo, de rodillas los dos, cada uno con sus motivos. Y parte de mi hija.

»No opuso resistencia, dicen. Como aquellos que rezan a lo divino, alzaba las manos ensangrentadas al cielo clamando por su parte. Las mías, teñidas de la sangre de mi hija, rodeaban su pequeña cabeza, mirándonos sin ver, y como le dije antes, yo estaba, pero a la vez no estaba allí. Solo recuerdo levantar la vista un momento, el justo para clavar mis ojos en los de él, y ver que él los clavaba más allá de mí. Me volví, aún de rodillas, para seguir la mirada que me despreciaba y descubrirla clavada en una figura, una figura alta y negra. Y el brillo de sus ojos negros reflejó un frío de otros mundos, y mi propio cuerpo de rodillas, y la cabeza de mi hija en mis manos; y mi dolor, que parecía respirar como aroma que anhelaba, disfrutándolo.



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